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Ya un tal Platón, personaje mítico y prehistórico para los nativos de Esperanza, afirmaba que el origen de todos los males económicos era dejar de considerar el dinero como un medio de cambio y tomarlo como una mercancía, pues entonces perdía su carácter de medida que, por simple definición, debe ser constante y fija.
Aunque las razones de tal relativa incomunicación se fueron perdiendo en la noche de los tiempos, filósofos y sacerdotes la atribuían a un reflejo de autodefensa, firmemente arraigado en la memoria colectiva del pueblo, que intuía que con la relación con el Extranjero vendría la influencia de los p
Ya un tal Platón, personaje mítico y prehistórico para los nativos de Esperanza, afirmaba que el origen de todos los males económicos era dejar de considerar el dinero como un medio de cambio y tomarlo como una mercancía, pues entonces perdía su carácter de medida que, por simple definición, debe ser constante y fija.
Aunque las razones de tal relativa incomunicación se fueron perdiendo en la noche de los tiempos, filósofos y sacerdotes la atribuían a un reflejo de autodefensa, firmemente arraigado en la memoria colectiva del pueblo, que intuía que con la relación con el Extranjero vendría la influencia de los parásitos, causantes del precedente cataclismo universal. Aunque tales parásitos, situados en la encrucijada de tres continentes, desaparecieron en sus nueve décimas partes atomizados a las primeras de cambio, muchos otros congéneres suyos, enquistados en los demás pueblos, habían conseguido sobrevivir. Los esperatcistas no querían saber nada de ellos. Y no por motivos específicos, pues los últimos vestigios de las fuentes históricas habían desaparecido con la hecatombe, sino por viejas leyendas transmitidas de generación en generación por tradición oral. Nada serio dictaminaron los habituales sabiondos apodados intelectuales; sólo restos de atavismos trasnochados; «prejuicios» del pueblo llano. Por eso, cuando un navío procedente de un lejano puerto encalló junto a los peligrosos arrecifes de la isla —por lo menos eso aseguró su capitán—, esos mismos intelectuales insistieron para que se permitiera permanecer en la Isla de la Esperanza a los pobres náufragos.
Se trataba de gente extraña, propensa a quejarse lastimeramente de las horrendas persecuciones que les habían infligido todos los pueblos de la tierra en todas las épocas y lugares. No eran una raza —decían— «sólo una religión». Huían de Europa, a la que odiaban por su intolerancia. Sólo pedían quedarse en la Isla de la Esperanza, para trabajar, «en paz y amor» junto a los nativos. Tras corta deliberación, el gobierno de la isla les permitió quedarse y, dado su comparativamente corto número —que apenas representaba el uno por ciento del total de la población de Esperanza—, incluso se les concedió el derecho de ciudadanía.
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